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Queda la Música

Juan José García Delgado

8 de Noviembre de 2023


«Miro, el instante que ha fijado la fotografía»(*) como cantara el poeta/pintor que observa con sus ojos de profundo aedo paisajista. Se trata de una instantánea de 1974.

En ella, la tarde antigua y ocrácea se resiste a cerrar los ojos sorprendida aún del inesperado paisaje que mezcla luces de presentida luna y primavera, dejando un contraluz nostálgico y perezoso. El paso del Cristo de la Sed, encuadrado, comienza su primera vuelta. Los poderosos hachones encendidos están a punto de derramar las lágrimas de sus repletas pupilas que hasta ese momento han contenido, desafiando el vaivén apacible y dulce de los costeros.

El Cristo se recorta valiente y único en el centro, disputando el equilibrio de su altura. Su cuerpo se aleja de la Cruz. Es un timón fuerte y firme en medio de la tempestad del mundo.

Junto a la oscura canastilla, entre el gentío, se ven parcialmente unos músicos uniformados que se adentran concentrados, casi tensos, en la nostálgica escena del instante fotográfico. El más joven mira intensa y profundamente la particella, queriendo adelantarse a cada pasaje armónico, a cada fraseo melódico, mientras aproxima el clarinete a sus labios aprestados. Hay una sugestiva y lúcida abstracción en sus rostros.

El pie de foto desvela en cursiva que el Cristo de la Sed sale de la Concepción a los sones de su marcha. Es el año 1974. Está sonando tras Él por primera vez.

Ahora, vuelvo a escuchar la música enredada en las jacarandas, con la punción del recuerdo. Los penetrantes y enfáticos metales, la abrasadora y candente madera, la obstinada y persistente percusión.

Es la música -alfabeto del viento, conjunción de alma y materia en cada compás-, que vuela desde el pasado como hiriente bisturí de intensos contrapuntos, de melancólicos legatos. La escucho de nuevo en la memoria con la misma punzada con la que el barrio, con el asma del otoño, sacude su canción entre los árboles desnudos.


Todo parece haber cambiado. Casi nada es igual.

Pero ella, la música, permanece.

Siempre.

Desde entonces, los erguidos hachones se han ramificado. Han florecido como tulipanes ardientes convirtiéndose en altos candelabros. El oscuro catafalco de su paso se ha tornado ampuloso, del color de los trigales cuando maduran y se agitan soñadores en los campos, con ese concierto para arpa y viento que desprenden los sembrados. Sus nazarenos cubrieron los hombros con las capas blancas de las alas del verso de Cernuda y sus antifaces señalan inhiestos para siempre un cielo azul bordado en el recuerdo.

La luz, el sol de la tarde, el barrio, sus calles, sus casas, las miradas... Todo ha cambiado en torno a Él. Pero queda la música... suspendida en el tiempo, invisible en la instantánea, tan presente en la memoria, tan sonora en el corazón. Tan ansiosa de futuro, de volver a revivir y renacer nuevamente en cada primavera. Del mismo modo. Con toda su naturalidad, humilde y discreta, casi oculta. Atrás. Pero poderosa y firme y directa. Impetuosa y dulcísima y dolorosa. Atravesando siempre el viento sorprendido y quieto de la tarde. Con toda su descripción desgarradora. Fiel a la cita.

Inmensa.

Idéntica.

Inalterable.


De todo lo que rodea en la instantánea al Cristo de la Sed solo le ha permanecido tal cual era, lo que no se ve en ella: LA MÚSICA. Acompasada en el tiempo, sostenida en la memoria, renacida cada primavera.

Siempre queda la música.


(*) Luis Eduardo Aute Gutiérrez-Répide

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