Opinión

La marcha procesional de Pedro Gámez y Ricardo Dorado tras el palio del Mayor Dolor

Mateo Olaya Marín

16 de Marzo de 2007


En el presente año se cumple el centenario del nacimiento de dos grandes figuras de la marcha procesional: Pedro Gámez y Ricardo Dorado. Dos nombres que significan calidad en el repertorio de una banda. Es decir, que incluir marchas de ambos maestros aporta solera y clase a cualquier banda que se precie. Es por ello que aducimos a esta efeméride que no deja de ser mera casualidad, para abogar por la causa digna de reivindicar sus músicas tras nuestros pasos, nuestros palios. Pero hete aquí que en el caso de la hermandad que nos cobija al amparo de este boletín, las marchas de Gámez y Dorado no son una rareza, sino un denominador común.

Dos figuras que a vista de pájaro pudieran parecer inconexas, no lo son tanto. A principios de los cuarenta, el jiennense Pedro Gámez Laserna se trasladó desde Córdoba, donde era músico de su banda municipal, a Madrid para formar parte de la Banda Sinfónica Municipal de allí. En la capital de España llegó a conocer a Ricardo Dorado, que por entonces era ya un prestigioso músico militar, dándose la anécdota de que éste formaba parte del tribunal de las oposiciones al Cuerpo Nacional de Directores Militares cuando el mismísimo Gámez las aprobó con la primera plaza en septiembre de 1945. Pese a ser coetáneos y hasta conciudadanos, ambos tenían estilos de componer diferentes, incluso en algunos aspectos antagónicos. Sin embargo, sendos eran válidos y valiosísimos, cosa de la que ha sido consciente esta hermandad.

María bajo palio pasea su trágico y doloroso rostro, en una estampa de sobriedad que cada año amanece cuando su mirada, clavada hacia el cielo, ilumina la oscura plaza donde se erige la iglesia fernandina de San Lorenzo. La armonía que produce el movimiento entre varales y bambalinas, se ve solemnizada por la música de la banda de la Asociación Cultural Álvarez Quintero de Utrera acometiendo un selecto repertorio de marchas procesionales, que con éste sumarán diecinueve años deleitándonos. Esas notas que entrelazan con la primorosa orfebrería en perfecto ensamblaje, manifestando el poder artístico del drama sacro de la Pasión en la calle, vienen sellados por ilustres apellidos como los de Dorado o Gámez.

Sin ellas no se entiende ya un Miércoles Santo en Córdoba. La música, en su ejercicio de apoderarse de los rincones, elabora por donde pasa su particular acústica. Así, los metales bajos de la banda utrerana abordan sin timidez alguna el inicio valiente de "Saeta Cordobesa" de Pedro Gámez, para dialogar elocuentemente con clarinetes y oboes y estallar en una manifestación de júbilo donde la trompetería hace de voz principal. Como contraste, la soberana marcha fúnebre "Mater Mea" de Ricardo Dorado toma posición del atril y acude fiel a la cita, porque de otra forma no podría ser.

La hermosura musical no ceja aquí. Los épicos compases de "Mater Mea" alcanzan su continuación en "El Cachorro", también de Gámez y frecuente que ha sido para acompañar al cortejo penitencial. De la sensación misteriosa, lúgubre aunque con visos de alegría, pasamos a un lenguaje diferente si ponemos la atención en "Sevilla Cofradiera" de Gámez, cuya gracilidad y desparpajo desgranado en las maderas hacen de ella la ineludible música que aporta el equilibrio justo. Ecos de saeta asoman también por el trío final, que es inmortalizado con la introducción de un tutti fuerte culminante del delirio que habrá sido escucharla entre el crepitar de la cera gastada.

Son las sensaciones que producen esos milagros que músicos en su día obraron en el papel pautado. Como el año pasado cuando se interpretaron novedosamente los compases religiosos de "Salve Regina Martyrum" de Gámez, o el que Ricardo Dorado consumó en "Getsemaní", irrepetible marcha fúnebre en memoria de su esposa y que el próximo Miércoles Santo escucharemos por vez primera.

¿Quién puede sentirse indiferente ante tal derroche de belleza?


Mateo Olaya Marín
Publicado en el boletín de la Cofradía del Calvario de Córdoba, nº42, febrero 2007

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